Cultura

Historias de Barrio: Patear el tablero

Los recuerdos de su casamientos en Argentina, un amor frustrado y el deseo de regresar o de empezar de nuevo, sola, en otro lugar.

 

Por Enriqueta Barrio (*)

 

Se había ido pegando un portazo, llena de bronca, absolutamente enceguecida. La sangre corría a toda velocidad por sus venas, hirviendo, llenándole las mejillas de color y empujándola a ir más rápido. El corazón latiendo desquiciado la aturdía y la boca seca tomaba aire a borbotones. La callecita vacía, empedrada, retumbaba con sus pasos enojados y veloces; los pájaros silenciaban su canto al verla acercarse y la miraban con desconfianza.

Se dobló un tobillo y largó una puteada redonda y honda. Esas calles que le parecieron tan hermosas cuando llegó hace tres años a Castrillo de los Polvazares, con sus fragantes macetones y sus juegos de luz y sombra, hoy le hacían acordar a los senderos de baldosas quebradas que dividen las bóvedas familiares en el cementerio de la Recoleta. Silenciosas y lúgubres, en las que todo es pasado y el futuro no existe.

Tres años ya. Se recordaba ilusionada y joven, ingrávida y sonriente; caminando por esas mismas piedras doradas tan antiguas, fascinada por las ventanas con cortinas de crochet, velada la imagen por un sol incendiario que se estrellaba contra las paredes de cal blancas sin dar tregua. El aire era fragante y limpio. Él le dijo, con una voz que sonaba distinta a la que ella le conoció en Argentina, que era porque no había autos ni colectivos ni fábricas ni nada; entonces no había la menor contaminación.

A medida que caminaban displicentemente, tomados de la mano, los aromas de las diferentes flores los iban envolviendo; ella entrecerraba los ojos y no podía creer ser tan feliz.

Encontraron un rincón sombrío y fresco en el que se sentaron en el piso. Tomaron jugo de una botellita en común y los besos sabían a pomelo y a ilusión.

Quizá se había apurado en venir a Castrillo, quizá tendrían que haber esperado a conocerse más. También es cierto que nadie la frenó. Lo menos que espera una de la madre o del padre es que si la ven a punto de cometer una locura, la frenen. Al final, usaron su autoridad en tantas boludeces y represiones sin sentido, preocupados por el qué dirán más que por su propia hija, y la única vez en la que realmente hubiera sido importante y útil una prohibición terminante, no. Al contrario, promovieron la idea loca de un casamiento con un casi desconocido, a los veintidós años, haciendo un despliegue de guita y entusiasmo apabullantes.

Todo esto iba pensando, furiosa, mientras casi corría por las callecitas que se enredaban entre sí como un laberinto. El gallego se habría reído de lo lindo de la ingenuidad sudaca. “Otra vez les vendimos espejitos de colores”, le escuchó decir entre carcajadas una vez.

Y las vecinas del barrio de soltera… ¡quién las aguanta ahora! La Beba y sus tres hijas, chusmas a más no poder, con sus miradas de soslayo llenas de envidia y malos augurios… las recordaba en la fiesta de casamiento, mirándose tentadas cuando el gallego se cayó en la pista de baile, borracho como una cuba. Claro que hubo indicios. Indicios que no quiso escuchar, que prefirió no ver. Por otro lado, ¿a quién iba a recurrir estando en un pueblito de España, perdido en la meseta castellana, de no más de trescientos habitantes fijos? Sin familia, sin amigos… si ni siquiera había señal de teléfono ni internet a menos de veinte kilómetros a la redonda. Todas cosas que hace tres años le parecieron maravillosas y que hoy la enojaban más todavía.

Dobló en una esquina y se chocó de lleno con un grupo de mochileros suecos o noruegos que estaban haciendo el Camino de Santiago, mirando arrobados a un guía que el sol había puesto rosado, al que le creían ciegamente. Le abrieron paso sorprendidos, ella ni levantó la mirada.

Y ahora, volver.

Con la frente marchita, literalmente.

Qué fastidio le daba tener que contárselo a su madre. Someterse al inevitable interrogatorio, recibir reproches y “telodije” mentirosos…a veces pensaba que era mejor recurrir a un desconocido, a cualquiera, al primero que pasase por la calle, y contarle su desgracia, antes que a sus padres. Elba, su mamá, solo agregaría drama, llantos y convencionalismos que ahora, ahora, no servirían para nada.

¿Y los regalos de casamiento que quedaron en su habitación de soltera, tendría que devolverlos? Habían decidido no llevarlos porque el traslado era más caro que su valor y el gallego le prometió comprar todo para la casa en España, donde las cosas eran más modernas, más lindas y más baratas. Recordaba que cuando lo escuchaba diciendo esto pensaba que era un gallego patasucia, como decía su abuelo, mientras a él le sonreía con dulzura.

La última vez que estuvo en Argentina vio que la juguera y una tostadora, regalo de Carlitos, el mecánico, habían pasado a manos de su prima Estelita. Ahora, Estelita vivía en el departamento que habían construido sus padres para cuando ella se casase, con la ilusión de tener cerca a los nietos. Pero como se fue “al Primer Mundo”, decía su madre, se instaló ahí la prima con sus dos críos, de cinco y tres años. Iba a ser difícil moverla del departamentito y largarla con los nenes a la calle, pero bueno, no quedaba otra, eso era de ella y no pensaba volver ni loca a la convivencia con sus padres. Estelita iba a tener que entender. Que cada uno cargue con sus decisiones, se decía, mala y enojada, mientras seguía caminando con ímpetu mirando para abajo, dada vuelta sobre sus pensamiento y sin tener registro del mundo exterior.

Pensar que el matrimonio de Estelita terminó en su fiesta de casamiento. Qué presagio, eh. Recordaba la escena vívidamente: en el medio de la pista el gallego, desabrochándose la camisa mientras balanceaba la cadera haciéndose el sexy y sonaba fuerte esa canción de moda de un grupo español que decía “Enséñame a bajar tu cremallera, ya sabes dónde voy….”; ella cubriéndose la cara, avergonzada; su primo Rubén desaforado, a los gritos, diciendo “¡Es el Destape español, es el Destape español!!!!” , todos riéndose de la ocurrencia…y la cara de Estelita apareciendo, desencajada, con el delineador de ojos corrido; embarazada y con el nene mayor flameando de su mano. Todos la rodearon y ella entre hipos y sollozos decía que al hijodeputa del marido, Oscar, lo había encontrado en el baño con Rosana, arrodillada, “ya saben haciendo qué”, decía, mientras abrazaba al nene, ahogándolo, tratando de que no escuchara ni entendiera nada.

Rubén, el hermano de Estelita, que estaba bastante puesto, se sacó la corbata con violencia y al grito de “¿Dónde está? ¿Dónde está ese basura que lo mato?!”, fue hacia los baños a las zancadas, mientras otros parientes trataban de manotearlo para evitar una desgracia.

Pensar que ella en ese momento se sintió avergonzada frente al gallego y agradeció que no hubiera ido nadie de la familia de él al casamiento. Qué ingenua, qué ilusa, qué tonta.

Paró un segundo a tomar aire y a atarse el pelo, agobiada por el calor de mayo, y vio enfrente el único café del pueblo abierto. Corrió la cortina y entró. Le costó acomodar la vista al salón desierto y fresco, con los postigos cerrados defendiéndose del sol.

Doña Amparo salió de atrás de la barra, llevándole un vaso de agua fresca. Inquieta, le preguntó si estaba bien. Sí, sí, solo tengo calor, aseguró ella y Amparo se volvió a su sitio meneando la cabeza, sin haberle creído una palabra. Qué lindo estaba ahí adentro. Hubiera querido quedarse sentada en esa mesa de bar de madera para siempre.

Revisó lo que había agarrado a ciegas antes de salir de la casa y pegar el portazo. Por suerte llevaba el pasaporte, la billetera con las tarjetas de crédito y el paf para el asma. Nada de lo demás era tan imprescindible, se dijo. Que se meta todo en el culo.

Volver a Argentina, ufff. Explicar, mentir, disimular lo evidente; que todo se había ido a la mierda, que sí, que tal como muchos murmuraban, el gallego era un chanta, un ladri, un chamuyero, un bueno para nada. Parecía una obra de teatro de la época de Doña Rosita, la soltera. Pero estamos en casi el siglo XXI, se decía consolándose. Las cosas cambiaron, ya no hay tanto prejuicio… ¿a quién va a asombrar hoy una separación? Y, por otro lado, ¿quién puede arrojar la primera piedra?… Su madre. Para ella no avanzaron los tiempos y todo era motivo de angustia y drama. “Pero, ¿cómo no nos llamaste?, ¿por qué no lo denunciaste?, ¿por qué no fuiste a la embajada?”, iba imaginando las preguntas y más se irritaba, contestándole en el aire cosas que jamás le dijo ni le diría en la cara. A la embajada, se dijo mirando con sarcasmo la desolación que la rodeaba en el pueblo siempre mudo e inmutable.

-Doña Amparo, ¿a qué hora pasa el bus para Astorga?, preguntó y no se reconoció la voz.

-Ya debe estar por venir, si quiere le vendo un boleto… ya debe estar por venir, repitió.

Salió y se tapó los ojos, encandilada, y por unos instantes no vio nada. Se sentó en el banquito de piedra y esperó pateando piedritas escuchar el motor del micro en la quietud de la tarde.

Se iba.

Se tendría que buscar un laburo. Pero en Argentina, no. Una cosa es cuidar viejos o trabajar de moza en Europa, lejos de la mirada de los conocidos, y otra cosa ahí. Su padre no le iba a permitir de ninguna manera trabajar de camarera…. ¿Te imaginás la cara de Beba y las hijas viéndola pasar con la bandeja, después de semejante fiesta de casamiento que se mandó? Uffff…

¡Cómo le iban a echar en cara esa fiesta! Porque ahí sus viejos pusieron toda la carne al asador. Se casaba la nena, su única hija, cosas que pasan una vez en la vida. Y no solo se casaba, que ya era un notición, sino que además lo hacía con un extranjero y se iba a vivir a Europa.

¿Qué me contursi? Ahí tienen las hijas de Beba, las que alguna vez la trataron de “trolita”… a ver si empardan esta….

La fiesta fue en un salón del Sindicato de Pasteleros, divino, con asadores humeantes afuera y las sillas forradas con satén blanco, atadas a la espalda con un moño que caía lánguidamente sobre el piso y se enredó más de una vez en los tobillos de las tías, que tambalearon cuando desesperadas fueron a la pista a bailar El Meneaíto. Hubo mesa dulce y copa de espera; desayuno a las siete de la mañana, una banda de covers con la que hicieron trencito; fotógrafo y video. Menos mal que no se avino a la idea de su padre de que la pareja llegara en un carruaje antiguo al salón, con caballo y todo. Hoy se vería aún más patético.

Se paró porque le pareció escuchar a lo lejos un motor, miró el horizonte haciéndose visera con la mano, y se volvió a sentar. No venía nadie.

Al otro día de la fiesta se fueron en el Tienda León a Ezeiza y de ahí a España. Ni un pariente en ningún momento ni en ningún lado. Eso ya tendría que haberle llamado la atención, si ella no hubiera estado abrumada por los besos y la verga del gallego. Sacó inmediatamente de ahí su pensamiento, ese fugaz recuerdo le provocó un leve cosquilleo. Pero, será posible….! , se dijo incrédula de sí misma.

Sin mirar para atrás, subió al micro, se sentó y cerró los ojos. Estaba cansada. Pasó de largo por Astorga y se bajó en el Aeropuerto de León. Miró largo rato los paneles de información viendo las letritas cambiarse como por arte de magia, sin ver nada en realidad, como hipnotizada.

¿Qué sería ahora de su vida?

Solo leer Buenos Aires Argentina y sentirse abrumada, con un nudo en el estómago, sin la menor gana de explicarle nada a nadie, deseando ser libre, empezando de nuevo, en un mundo en el que las presiones de una chusma insaciable no existiesen, donde solo hubiera gente amable y nueva.

-Un pasaje a Casablanca, Marruecos, por favor, -dijo con el corazón en la boca y un vértigo que la hizo apoyarse en el mostrador para no caerse-, ¿será posible sacar ida solo?…. Muy bien, sí, aquí tiene el pasaporte, muchas gracias.

 

(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, enriquetabarrio@gmail.com y en Instagram @soylaqueta.

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